jueves, 27 de enero de 2022

Papá

Ahora, cuando han pasado unos días desde que mi padre nos dejó, he sentido la necesidad de sentarme a escribir esto. No lo hago con el ánimo de encontrar consuelo. Si hay algo en lo que estoy meditando en estos primeros momentos de duelo, es en el hecho de evitar buscar consolación en lo que no consuela. Y por la fe en la que soy afirmado, y que compartía juntamente con mi padre, creo que solo hay una fuente de consuelo para mí estos momentos: el amor de Cristo.

Tampoco es el sentido de estas líneas compartir una larga lista de recuerdos. Porque la hay. Podría escoger entre aquellos sobres de cromos que me trajo después de un viaje de trabajo a Jerez. O el día que fuimos a visitar juntos el campus de la universidad donde estaba estudiando el máster. O las noches, de niño, sentado en su regazo mientras veíamos algún programa en la televisión. Y tantos momentos más, que ahora mismo me parecen infinitos, y que prefiero guardar como una especie de tesoro personal, un legado cuyo buen recaudo queda a la responsabilidad de mi memoria.

En realidad, solo quiero dar las gracias. Darle las gracias a mi padre, tal como lo hice en ese último momento en el hospital, cuando le cogía la mano, que ya no tenía conciencia, como el resto de su cuerpo. Y quiero darle las gracias por la vida. Él decía: “el que da lo que tiene no está obligado a dar más”. Y él ha dado su vida por su familia con una entrega, un servicio y un amor siempre dinámicos, sorprendiendo y superando los diferentes límites que, a veces, uno pudiera imaginarse o plantear. 

Ahora se hace recurrente en mí un extraño sentimiento de no pertenencia. Como si me encontrase fuera de lugar, desubicado ante la realidad de la pérdida. Tanto tiempo hablando de la muerte y resulta que era real. A veces me asalta, de forma inesperada, la idea de que mi mucho amor no ha sido suficiente para protegerle. Y, entonces, vuelvo a recordar. Y, al recordar, vuelvo a darme cuenta de que hemos vivido esos recuerdos juntos. Hemos vivido.

Qué gratitud tan plena el hecho de haber vivido con mi padre. Y qué gratitud todavía más abundante la de la certeza de haber compartido con él la verdadera vida, el vivir en su sentido completo, y del que la Biblia dice que es Cristo.

Extraño a mi padre. Pienso constantemente en el hecho de que nos han quedado muchas cosas por compartir. Pero doy gracias por los recuerdos. Los recuerdos de lo vivido. Porque hemos compartido la vida y, sobre todo, la vida plena que dice el evangelio que es Jesús. Gracias a Dios.



Este blog nació hace diez años, como vía de escape para las inquietudes de un joven estudiante de periodismo. Buena parte de la contribución a que acabase estudiando periodismo se la debo precisamente a mi padre, que ya a los seis años me animaba a pensar en este oficio. Las diferentes etapas formativas y laborales han ido provocando una disminución de mi atención a la actualización de contenidos. Siendo realista, y pensando en una despedida, no se me ocurre una mejor ocasión para dar por finalizada esta experiencia que con estas líneas dedicadas a mi padre. Él siempre me apoyó en todo lo que consideraba que debía apoyarme, y me corrigió también en lo que era necesario. Mi gratitud hacia él por ello estará siempre presente en mi vida.

domingo, 24 de mayo de 2020

El desánimo

Hay un hombre que en las últimas semanas ha comenzado a sentarse en el descanso del escaparate de una tienda. Bebe y se echa el pelo para atrás. Se aparta la barba y bebe. Y observa los coches y la gente, que vienen y van. Los dos hermanitos que viven en el edificio de al lado se se apoyan en el alféizar de la ventana y comienzan a silbar y saludar. A la nada, porque no hay nadie que les responda. Ni siquiera las palomas a las que llaman les hacen caso. Al lado, de vez en cuando, un hombre con voz de tenor se asoma para cantar algunas estrofas que resuenan en el vacío del pato interior. Unas veces tristes, otras alegres. 

A medida que pasa el tiempo uno solo puede confirmar que la idea del desánimo siempre va ligada a circunstancias, y que estas pueden ser tanto externas como internas. ¿Piensa, alguna vez, el hombre que canta en el patio en que nadie aplaude a sus estrofas? ¿Y los hermanitos se preguntan en algún momento porque nadie les responde cuando no dejan de repetir los saludos? ¿Llora, al llegar a casa, el hombre que se sienta a beber y a mirar cómo todo su mundo pasa de largo? 

He dicho, y lo sigo creyendo, que no somos nuestras circunstancias. Pero, ¿qué hay de esos momentos en los que parece que el cielo se cierra en forma de embudo, y la sensación de cautiverio se extiende? ¿Se cansa la mente humana alguna vez de sentir ira ante la confrontación, soledad ante la autocrítica, tristeza ante la decepción? Aunque doloroso, es sublime el recuerdo de la risa mientras se llora. La imagen de la madre meciendo al bebé mientras el moribundo soldado aprieta contra su pecho una fotografía. 

Y si no hay circunstancia que pueda definir la condición de la vida, tampoco desánimo. Pero, entonces, ¿por qué dedicar estas líneas a un concepto secundario? ¿Para qué todas esas preguntas? ¿Por qué no acabar simplemente con un saludo a lo hermanitos, o un aplauso al tenor de balcón? Siento que hay cosas para las que no tengo palabras. Pensamientos para los que guardo, intactas, muchas preguntas mientras aguardo aquello que se dijo: "Entonces conoceréis como sois conocidos". 

Es de gran consuelo ese hecho; el de ser ahora, en este presente tan lleno de desánimo, conocido en un sentido de plenitud que ni siquiera uno mismo ha alcanzado ya. Porque uno mismo es demasiado inestable como para que algo tan preciado depende en tan gran manera de él. Sí creo que hay algo de cierto en esto; que no podemos aplicar al desánimo parámetros temporales, como 'siempre' o 'eterno', porque no deja de ser un mecanismo de nuestra interacción con las realidades que vivimos. Y, como vuelvo a afirmar, no definen la totalidad de lo que somos. 

miércoles, 29 de abril de 2020

Perder la vida


Estas líneas equivaldrían a la cuarta entrada de 'Reflexiones en el confinamiento', pero me ha parecido oportuno reflejar de una manera más exacta en el título cuál es el contenido en sí de esta reflexión. Y digo esto para no perder de vista el contexto. Porque es de suma importancia considerar nuestros contextos para comprobar constantemente que no somos (o no deberíamos serlo) nuestras circunstancias, ni nuestras situaciones pueden escribir la primera o la última letra de nuestras definiciones personales. En estos momentos, por cierto, de contextualización fuera de lo habitual, no puedo dejar de pensar en que el momento y el entorno no van a configurarse nunca como una fatalidad en mi destino. No, a no ser que voluntariamente me someta a ellos.

Y esto sirve de entrada para la pregunta alrededor de la cual surgen estos pensamientos; ¿puede alguien que ya ha muerto ser presa de las circunstancias en las que vive? No me estoy refiriendo aquí a la muerte física tal y como la entendemos en nuestro contexto general. Hablo de la muerte como ese momento en el que uno comprende que su vida no le pertenece. Es más, que el principal benefactor y beneficiado de todo lo bueno que pueda ocurrir en su vida no es él mismo.

Claro que la muerte física está relacionada con las circunstancias. En las ciudades occidentales podemos enfermar de cáncer y las probabilidades de ello están influenciadas por los niveles de polución que generamos. En otro lugar, podríamos morir por una diarrea ininterrumpida después de beber agua intoxicada. O podríamos ser víctimas de la última oleada de fanatismo que arrasa pueblos enteros, casa por casa. O encontrarnos en un país donde el servicio militar sigue siendo obligatorio y que acaba de entrar en una nueva guerra y morir en cualquier de los muchos frentes que se abriesen, ya sea en Eurasia, como diría George Orwell, o en Siria. Las circunstancias sí tienen consecuencias en el desarrollo de la vida. No es eso lo que niego, sino la creencia (porque en el fondo, el conformismo y el sometimiento también son actos de fe) de que son las circunstancias lo que determinan el sentido, significado y evolución ulteriores de la vida misma.

Y en esa idea, el tipo de pensamiento al que me refería, acerca de 'la muerte en vida' como una afirmación personal de negación de uno mismo, pienso que cobra una relevancia fundamental. Quienes quieran conservar su vida, se dijo, la perderán. Y en esta situación, estas palabras han cobrado un impacto al que no estaba acostumbrado. Porque, la lectura de una invitación a perder la vida propia, siempre puede resultar extraña a pesar de que se siga aceptando. Precisamente, somos expertos en desenvolvernos en nuestros contextos de manera que tendamos siempre a ocupar el lugar central. Pero asumir esa invitación, llegar a la convicción y a la conciencia de que la vida no es una posesión, un objeto o un servicio del que disfrutar, o un derrotero por el que sufrir y lamentarse, asumir que la vida en sí misma no es propia de uno mismo, es un ejercicio de fe. Fe, no en las circunstancias. Si se tratase de ellas, ¿por qué íbamos a aceptar esa invitación aparentemente siniestra? ¿Quién se sacrifica por unas circunstancias? Realmente muchos. Pero, ¿qué que sacrificando por las circunstancias, haya comprendido el valor reducida de estas y su inexactitud en cuanto a la determinación de la vida, recomienda o exige a otros que se sacrifiquen también por sus circunstancias?

Ciertamente sería arrogante si afirmase que he llegado a comprender en su plenitud aquello que se dijo, quienes quieran conservar su vida, la perderán. Y no creo que sea una afirmación que espere un entendimiento absoluto como reacción. Creo que es una afirmación que exige, ante todo compromiso. Compromiso para un sacrificio, no por las circunstancias, sino por una promesa que apela a la dignidad del ser humano, a la dimensión holística de su ser, el cual es de carácter temporal, y a su condición miserable y carente, necesitada de ser restaurada. Nunca imaginé que perder la vida tendría un significado de tanta ganancia para mí. Nunca imaginé que una invitación que se basa en remarcar mi insignificancia, estaría acompañada de una promesa tan inquebrantable.

lunes, 6 de abril de 2020

Reflexiones desde el confinamiento (III)

Me pregunto si el tiempo tiene el mismo valor, ocupa la misma medida que le asignamos habitualmente, en un momento de crisis, tanto a nivel individual como colectivo. Me pregunto si dura lo mismo un día de aburrida y transitoria rutina, que un miércoles de confinamiento, de suspensión de las labores habituales, de aparente desconocimiento respecto a aquello con lo que se van a ocupar las diferentes franjas de tiempo en las que limitamos los días.

"Cuestión de sensaciones", podría decirme alguien. Y, en parte tendría razón. El paso del tiempo, además de ser una realidad patente en nuestras vidas, también es una sensación. Se ralentiza en las actividades que se relacionan con lo obligado. Se acelera en los momentos que aluden al disfrute y al placer. Se detiene por completo, y dolorosamente, ante la preocupación y lo sobrevenido e inesperado de la muerte, la pérdida. Pero no puedo referirme aquí a la sensación del paso del tiempo porque podría concluir con esta afirmación; para una persona que, en estos momentos, está siendo víctima de abusos y violencias, de opresión y de negación de su condición humana innegable, el tiempo está siendo mucho más lento que para mí, con mi confinamiento, mi trabajo a distancia y todo lo que se quiera añadir en el marco de mi situación.

Así que, no puedo referirme a la sensación de paso del tiempo, porque lo responsable y lo sensible, pienso, hubiese sido haber dejado de escribir ya. ¿Lo ves? Sigo haciéndolo. Mi pregunta está enfocada a comprobar si de alguna manera, el tiempo que se acumula en esa medida llamada día, varía más allá de la sensación que suscitan las circunstancias. Si varían en función de la realidad que se afronta en el momento de vivir ese día. Pero, ¿cómo saber si el día del vecino que sale al balcón y grita que se aburre, es en verdad diferente (en su carácter temporal) de otro día en el que va a estudiar o a trabajar con normalidad? ¿Cómo saber que su lamento no se corresponde precisamente con la sensación agravada por el confinamiento?

Esto me lleva también a preguntarme cómo el tiempo (o la sensación del tiempo) altera también la demostración de valores, creencias, emociones. En definitiva, todo lo que diríamos que configura nuestro carácter. ¿Son las muestras de solidaridad que pueden verse estos días extemporáneas, o responden estrictamente a la situación? ¿Habrá aplausos para quienes pasan desapercibidos habitualmente, cuando todo esto pase? ¿Y lloro por las residencias abandonadas a su suerte? Claro que siempre habrá gestos minoritarios, pero a lo que me refiero aquí, la percepción de estos días, es a esa recuperación del sentido de cuidado colectivo que debería ser implícito en toda sociedad.

Nuestros esfuerzos por generar esperanzas momentáneas y 'situacionales' necesitan la correspondencia de un consuelo de carácter eterno. Porque, en días en los que la muerte es tan patente, se hace también igual de evidente que el carácter de la mente humana no tiene una impronta transitoria, a pesar de la conciencia de su efímera condición física. Y con esa realidad eterna de fondo, gritando en el marco de nuestras creaciones literarias, de nuestros sufrimientos, de nuestras muestras de amor y gratitud, la idea de que la medida del tiempo no puede depender de cómo se percibe su paso, cobra un realismo incontestable. Así también, desde la honestidad, se debe percibir la necesidad de un consuelo intemporal, que siempre haya existido y que siempre vaya a existir, para los sufrimientos que ahora nos parecen derroteros de una profundidad insondable.

domingo, 22 de marzo de 2020

Reflexiones desde el confinamiento (II)

Si hay un pensamiento que regresa constantemente a mi mente estos días es el de la idea de la fragilidad. No me refiero a las características que concretan y matizan la fragilidad. Porque, ¿cómo expresar la fragilidad de un niño en un campo de trabajo, si de mi infancia solo puedo recordar felicidad y cuidados? ¿O cómo referirme a la fragilidad de alguien reclutado a la fuerza para combatir en otra guerra sin sentido, si mis horrores nunca me han despertado en la noche? ¿Cómo tratar siquiera de describir la fragilidad de un creyente hostigado por su fe, si gran parte de mis recuerdos existen a la luz de salmos cantados? ¿Cómo pensar en una líneas sobre la fragilidad de la persona traficada, maltratada, desempleada, si todas ellas son para mí realidades ajenas, cuyo contacto se limita a una película o un documental?

No puedo pensar en los matices de la fragilidad, porque entonces debería dejar de escribir ahora. Me lo exijo a mí mismo. Pero sí pienso constantemente en estos días en la fragilidad como una condición innata en cada ser humano. Por supuesto, este pensamiento se ve agudizado por la situación de un confinamiento decretado y por una amenaza a la salud que es patente. Pero, quizá por la marcada extrañeza de estos días, no me ha costado mucho trabajo poner este pensamiento en una perspectiva más grande, aunque no ulterior. Seguro que puede agrandarse mucho más y, de hecho, es lo que en cierta manera espera uno de sus vivencias: que la perspectiva en la que se sitúan los pensamientos y las experiencias, abarque un espacio cada vez más grande. Y esto no es ambición, sino inconformismo a ese carácter de seres diminutos que nos acompañará siempre.

Hemos tardado minutos, horas, días en grabar videoparodias, crear imágenes con lemas de superación y ánimo y componer canciones emotivas que remarcan la gravedad del momento y, una vez más, nuestros deseos de aferrarnos a lo que consideramos valioso y de derrotar aquello que se nos aparece como una presencia amenazadora. Y todo ello me ha hecho pensar, más a menudo en estos días, en lo frágiles que somos. Frágiles piezas de porcelana con la necesidad de escuchar constantemente un eco de su existencia que confirme su presencia en estas rutinas nuevas y poco habituales.

Y me pregunto el porqué de esa fragilidad que nos caracteriza siempre, en cualquier circunstancia. Todavía más, cuál es su sentido. ¿Qué sentido tiene que yo me reconozca a mí mismo frágil, sin la necesidad de que este sentimiento se vea agudizado por una guerra, la esclavitud, un recuerdo traumático o la percepción de una hostilidad constante? Lo cierto es que comienzo a pensar que esta condición de fragilidad, aunque resaltada por la circunstancia de no poder dar un paseo a la luz del sol, o de tomar un té en una terraza, o volver a entrar en la librería de la esquina, es una especie de altavoz por el que resuena parte del eco de una existencia que no se puede limitar exclusivamente a este momento, a esta vida. Esta fragilidad, como inquietud patente ante lo desconocido, como visión exagerada de la debilidad personal ante lo que puede depararnos, al fin y al cabo, esta vida, me lleva a la conclusión de que realmente esto es una etapa temporal, efímera, de una existencia de carácter eterno.

La fragilidad también me hace pensar en el valor conferido a las cosas, y si ésta no se ve agudizada en circunstancias como estas precisamente por eso; porque al pan no lo hemos llamado pan, sino el alma del gourmet catalizador de placeres memorables, y al vino no lo hemos tratado como a vino, sino como a caldo del Olimpo. ¿Se ha visto nuestra condición de frágiles agudizada por nuestra relación con elementos realmente frágiles? Somos una frágil pieza de porcelana; como la flor que se empapa de vida en el rocío de la mañana, pero en la tarde ya se ha secado.

jueves, 19 de marzo de 2020

Reflexiones desde el confinamiento (I)

Vuelvo a mirar por la ventana. ¿No lo había hecho hace menos de un minuto? Qué más da. ¿Tan importante es? Me pregunto si no hacemos más extraño nuestro sentimiento de extrañeza ante esta situación al fijarnos en muchos pequeños detalles que antes nos pasaban desapercibidos pero que ahora añoramos. Pero también comprendo que es difícil filtrar la extrañeza. ¿Cómo no añorar un paseo? ¿Y cómo repeler ese embotamiento que se instala en la cabeza a partir de media tarde, o por la mañana, o ya da igual cuándo porque a uno le parecen todas las horas la misma?

Exagero. No tengo tiempo de pensar en todo esto a lo largo del día. A veces, ni siquiera en una de las cosas que he mencionado. Solo quería hacer dramaturgia de esta extrañeza por un momento. Pero insisto; ¿no es esta esta extrañeza lo más extraño del momento? ¿Y cómo saber que no estamos haciendo de ella un glosario de todos nuestros pensamientos en estos días?

Lo cierto es que es extraño. Es extraño hacer cola en la calle para entrar al supermercado. Nuestras miradas se han vuelto hostiles ante la sospecha de que cualquiera puede ser portador del virus que nos obliga a confinarnos. Es extraño hacer la compra con guantes empapados en alcohol, y observar como todo lo que coges se te resbala. Y la visión de las calles vacía es desoladora. Pero de nuevo me surge la necesidad de separar extrañeza del drama. Porque pienso que el drama es digno de unas pocas situaciones que se viven. Unas derivadas del coronavirus, sí. Otras de la guerra en Siria. Otras de una plaga de langostas en Somalia. Y muchas más.

El drama, realmente no da lugar a la diversidad de 'preocupaciones' que sí pueden comprenderse dentro de la extrañeza. Dentro de la extrañeza cabe el humor, la broma (aunque a veces sea poco apropiada), el despecho, el lloro repentino y las "noches de bohemia y de ilusión". Pero no creo que haya lugar para todo ello en el drama. Creo que este tiene una pauta mucho más marcada.

Escribo esto con un incipiente dolor de cabeza después de haber cumplido con mi jornada habitual de trabajo. Después de haber visto en Twitter a un tío dando toques con el pie a un rollo de papel higiénico hasta que le da una patada a la mesa del comedor. Con una piedra pintada a dos colores y con unos ojos y una boca en el escritorio que me la regaló hace dos años y medio Mohammed en el campo de Moria, en Lesbos. Escuchando una 'cacerolada'. No estoy satisfecho, pero tampoco incómodo con la situación. Creo que la cabeza empieza a dolerme más. Hoy cuesta distinguir las estrellas de las luces de los balcones.

domingo, 8 de diciembre de 2019

Las malas noches

Hay noches en las que uno se pregunta si la luna, al igual que uno mismo, tampoco duerme y piensa, o simplemente vela. Luego parece plácidamente dormida y ajena. Entonces, uno se pregunta si esta solo en la noche con sus pensamientos, si la noche le pertenece o si ha sido absorbido por ella, por su actividad de baja intensidad y su luminiscencia para, sencillamente, no descansar.

Y no es que uno duerma mal. Supongo que hay cansancios que hacen tambalear hasta el mismo centro de la existencia personal. Pero, ¿qué pared hay entre la noche y el día? ¿Qué puede contener todo ese flujo de pensamientos enfocados en lo que ha quedado por hacer y lo pendiente, las grandes ideas de novelas y planes de futuro? Todo cae en la apariencia de los sueños, que alivian cargas o las agravan durante unas horas, pero que no pueden conducir más que al comienzo de una nueva etapa de realidad estructurada.

Pero, como decía, no es que uno piense en el dormir. Se trata de lo que representa esa noche como alcance del día, como el lugar al que uno va a parar, en soledad, con todos los pensamientos, los errores, los propósitos inalcanzados, para afrontarlos. Y al hacerlo se acentúa el carácter solitario de todo ello, que el paso de los años y de las decepciones y de las heridas van aislándolo a uno, y lo convierten en una especie de lágrima sola que rueda por la mejilla, se retuerce en el relieve labial y se encamina hacia el despeñadero del mentón.

Quizás, por enfocar así las noches, uno las percibe, a veces, con resignación y una cierta doblez. Y, pudiera ser, así nazca esa solitud, que se impone ante el cariz de carga que va tomando la rutina. Pero, al final, uno va a parar al sentido que tiene de sí mismo. Qué es lo que uno percibe en sí mismo, en su constante interacción con el tiempo, la vida y el mundo, que lo conduce ante la noche y ante la luna, que no sabe si duerme o vela, con el agravante de soledad.

He olvidado que soy pequeño. He olvidado lo minúsculo que llego a ser, porque es lo que he sido siempre, desde el principio, ante el poder que despliega el día y la noche frente a mí y que confiere a mi ser un carácter eterno. He olvidado lo pequeños, lo mínimos que son esos pensamientos con los que juzgo si una noche es buena o mala. He olvidado que no es una cuestión de soledades y resignaciones, y que solamente en esa pequeñez, lo eterno puede afectarle a uno.