sábado, 11 de febrero de 2017

Insaciable

He decidido liberar mis sueños para que puedan ir al lugar que les corresponde y que ahora desconozco. Liberarlos y liberarme, porque lo cierto es que últimamente me han resultado pesados. No se trata de una renuncia. Quizás haya sido el planteamiento de sueño que hace nuestra sociedad, como si se tratase de una línea limítrofe cuya consecución define la diferencia entre una vida de fracaso o de éxito. Y en un contexto tan emotivamente opresor, a veces lo mejor es alejarse. O alejar el objeto del enfoque de esa opresión. 

Me resulta demasiado simplista el razonamiento que trata los sueños como si fuesen algo que sencillamente hay que cumplir para obtener un estatus mayor de felicidad o realización personal. No deja de ser otra muestra de esta idea de acción-reacción en la que vivimos atrapados constantemente. Quiero que mis sueños me acompañen toda mi vida. Que aprendan a alejarse cuando sea conveniente y a desaparecer si la ocasión requiere de un sacrificio superior. De hecho me niego a convertirlos en otro eslabón más de este entendimiento tan banal de las diferentes realidades del mundo. 

Parecemos educados para construir nuestras vidas alrededor del trabajo. Incluso nuestros sueños. Hasta el punto que estos se acaban solapando y perdemos la noción que diferencia un elemento del otro. Esto es lo que me hace sentir cargado. Me cansa, tanto como lo hace el abanico de analistas políticos que monopolizan todos los canales de difusión, con un egocentrismo que me supera, para decir lo que quieren decir sin preguntarse si es lo que se necesita o no. 

A veces me descubro a mí mismo insaciable ante esta realidad. Con ganas de devorarlo todo. Sueños, trabajo, relaciones, y todo bajo esa idea de que necesito alimentarme. Entonces sé que ha llegado el momento de alejarse. De retirarme del monstruo de la actualidad. De la cultura del ego. De los analistas políticos que monopolizan todo el espacio. De mis sueños, que se han fusionado con el trabajo e intentan atormentarme para que los sacie. 

Y nunca estoy lo suficientemente lejos. Pero cuando a veces consigo distanciarme, por poco que sea, me doy cuenta de que todo es una ilusión. Una cruel ilusión sistémica que ha establecido un orden de vida salvaje y egoísta, cruel e impúdico, en el que todo se construye alrededor de la necesidad de saciar el apetito y la sed propios, que no conocen límite. Desenfrenado. Insaciable.

sábado, 4 de febrero de 2017

El paredón

Sucede que en un momento preciso y concreto, como en una chispa de instante, nos encontramos ante la otra realidad. Aún no sé si llamarlo otra realidad o la realidad de la otra (persona, por supuesto). En cualquier caso, me refiero a la idea del hallazgo de otra existencia ajena a la propia y la realidad que ésta conlleva consigo misma. Porque, ¿qué es la realidad? ¿Mi vivencia? No sé si aquí puedo hablar de comprensión, pero cada día se hace más evidente en mi concepción del universo lo pequeño y diminuto que llego a ser. Quizás por eso, sienta la necesidad de generar recuerdos en la personas a quienes conozco. Para garantizar que, al menos algo, perdure. 

Entonces aquello que considero la realidad no es nada más que todo el conjunto de mis pensamientos y de mis vivencias, mezcladas entre sí y alteradas sin ningún orden. Las mías, las de un minúsculo creador de recuerdos. ¿Cómo puedo pues, fiarme si quiera de mí mismo? La autocrítica es uno de los mayores regalos que nos podemos hacer, por tal de mantener controladas la infinidad de aspiraciones de esa visión tan particular acerca de la realidad. 

Sucede, como decía, que en un preciso momento nos encontramos con la otra (realidad y, por tanto, persona, o viceversa). Y siempre surge, en medio de lo considerado como propia realidad, un cierta idea de invasión, de contraposición. Un eclipse de luces invisible. El paredón. Ese momento, ese espacio, ese instante en el que la realidades encontradas se convierten en alter ego enemistados, incomprensibles, juzgados. 

He comenzado a creer que utilizamos las ideas, las creencias, las maneras de las otras (personas, por supuesto) como un simple pretexto para justificar un rechazo generalizado, o bien la supremacía de lo propio. Sólo las descerebradas (personas, por supuesto) añaden la raza, el origen o la lengua a ese pretexto. Pero de una manera más o menos refinada, el paredón recibe su alimento y todos nosotros aseguramos este magma de valores y de acciones-reacciones que hemos construido y establecido. 

Esta semana estaba grabando en el juzgado. Pasan dos (personas, por supuesto). Me piden que les pregunte algo. Me niego y comienzo a sentirme incómodo. Deciden marcharse. Pero no se han ido en mí. Estaré los próximos minutos alimentando mi realidad, alimentando mi paredón. El lugar al que yo envío a quien yo quiero y cuando quiero. Voy conduciendo. Me distraigo y ocupo un momento el carril de la izquierda. Más atrás viene un coche de alta gama, nuevo. Me pita durante varios segundos. Vuelvo a sentirme incómodo. ¿Debería preparar el paredón para mí mismo? Una víctima propicia a la otra. He cometido un error, pero él ha exagerado. ¿Por qué hay que llegar a una resolución concreta? ¿Por qué necesita la realidad propia obtener una conclusión? Odio el peso de esa necesidad y lo interiorizado que está. Ahora no sé si era esto lo que quería decir. Ni por qué lo quería decir. Al fin y al cabo, estoy reclamando, me estoy apropiando de un espacio público con esa necesidad de generar recuerdos. Mientras tanto, he ido limpiando el paredón para cuando crea que vuelve a ser necesario. Todo lo justificamos bajo la tiranía de la necesidad.