sábado, 24 de junio de 2017

La isla, o acerca del engaño selectivo

Hasta cierto punto, vivir en una isla inhabitada e inaccesible, podría ser algo cómodo, bueno en definitiva. Sería una escapatoria al peso de esta vida. Una especie de retiro, apto únicamente para errantes, con olor a coco y granos de arena fina entre los dedos de los pies. Todo en un volumen cordial, en la lejanía del ruido, cuando el silencio parece hablar. Y cuando eso ocurre nuestros gritos se truncan y se quiebran. Entonces nos acercamos a una paz irreal en nuestra esencia, nuestra manera de ser, la forma en la que nos relacionamos. Pero esa isla es un engaño. No existe. La hemos creado para ubicarnos a nosotros mismos en un escenario que inconscientemente puede llegar a ser anhelado, aunque nuestras selecciones en muchas ocasiones (la historia lo demuestra) son dolorosas, injustas y visten por rostro el exterminio.

La soledad es uno de esos sentimientos, en mi caso parcial, que más trabajo me está llevando gestionar. Digo parcial porque en ocasiones se convierte en una necesidad real, pero en otras surge de un vacío infundado, un deseo impuesto. Una carga. Y las cargas pesan, y hacen que este viaje se arrastre a lo largo de su existencia, generando heridas. Heridas que duelen. De ahí que ese tipo de soledad, la que escoge uno considerándola equívocamente como bien medicinal supremo a una realidad recia, que raspa, sea dolorosa.

Yo estoy, por momentos, sentado al borde de la orilla de esta isla que he escogido, contemplando el mar, asustado por el horizonte. No puedo negarme a mí mismo lo necesitado que he estado últimamente de soledad. Eso también sería engañarme. Pero no así. No extirpándome de las circunstancias, persones, hechos (la realidad, en definitiva) que me rodean y encajándome en un espacio pequeño e imaginario, donde pueda llegar a creer que las miradas de fraternidad ajenas no me alcanzan ni me solicitan. Ni yo tampoco las necesito a ellas. ¡Isla de mis dolores!

Nunca he disfrutado tanto la soledad como en esos momentos en los que ha venido ella sola, voluntaria de piedades, a sentarse junto a mí y a distraerme de la mera contemplación. El efecto de ello ha sido empujarme después con mayor fortaleza a esa vida recia y que raspa, con sus cargas pesantes y sus átomos cortantes. Pero siempre amada, entre la costumbre y la aceptación de que no es una casualidad cualquiera sino el espacio desde el que uno debe aprender a contemplar el mar, a oler su sal y a asustarse del horizonte.

Estoy observando a un anciano que ha subido al tren, acompañado de una anciana, y que se remueve en el asiento con gestos lentos y forzados para él. De todo el vagón, no sé por qué he decidido escribir sobre él aquí. Me lo he imaginado joven, bailando en una pista de futbol de pueblo, adornada con guirnaldas de colores y bombillas amarillas. A veces soy un tópico. Ahora paso junto a unas lagunas que para mí son el lugar más bonito de todo el viaje. Están secas y yo pienso en el lugar al que habrá ido a parar el agua que las cubre y que ahora se ha evaporado. No puedo escoger ser una isla cuando no hay mar a mi alrededor.

lunes, 12 de junio de 2017

Supernova busca un espacio en el que explosionar

Creo que somos como supernovas. Debemos ser productores de alguna clase de luz propia, combustible y limitada, manifiesta en todos y cada uno de nuestros movimientos. No estoy hablando ahora en términos espirituales, sino en lo que se refiere a la mera existencia. Vuelvo del trabajo a casa en bicicleta. En los bancos que hay de espaldas al carril, justo al lado, una mujer se come un helado a media tarde mientras un bebé duerme en su carro, ajeno al mundo entero y toda su magnitud, y más adelante dos adolescentes se miran con esa mirada tan bonita y propia de esa edad. Por eso, no es un anuncio pasivo el decir que una supernova busca un espacio en el que explosionar. Es un mensaje absolutamente activo, que requiere de iniciativa y lo más importante de todo: voluntad. 

No es que piense que somos como supernovas únicamente por la clase de luz que se puede desprender de nuestra actividad. Nuestra apariencia existencial también me lo sugiere. Hemos aparecido de pronto, en un momento determinado, cubriendo un vacío que antes no se completaba de nada más que semejante. De la misma manera, mientras venías en bicicleta o estaba sentado en el tren observando el vagón (y no el paisaje), he comprobado imágenes de seres que no se habían proyectado hasta ahora en mi camino y que puede que no lo vuelvan a hacer jamás. Pues eso, como una supernova. Pero en un fenómeno carnalmente más cercano, más entrañable de lo que sería poder llegar a ver una explosión en el espacio, con todo su color y su esplendor. 

Sin embargo, considero que hay algo que nos hace extremadamente similares a una supernova y su proceso, convirtiéndonos, quizás, en una gradación o en un determinado porcentaje del carácter de ésta. Me refiero al hecho de explosionar, o explotar (la primera forma de la palabra tiene una mayor connotación cósmica) ¿Acaso no construimos nuestro propio universo, nuestra propia realidad estelar a partir de explosiones? Me temo, o me alegro, que sí. Incluso cuando no nos damos cuenta de ello. 

Al igual que los albañiles que también he visto pasar mientras iba en el tren, con su mecánico sistema de ubicación y fijación de las tochanas, van alzando una pared, una casa, un castillo, también nosotros viramos alrededor de unos presupuestos 'marca de la casa', autofabricados en base a lo que consideramos que puede servirnos para este objetivo. Experiencias, acciones, recuerdos, conocimientos o emociones, son tomadas como notas de nuestra canción, para alimentar y ornamentar nuestros ritmos y acordes. Y, de repente, todo salta por lo aires. Porque el mayor error, creo, que puede cometer una supernova, o aquello que se le asimile en esencia, es olvidar que estallará. Y a esto añado la idea de que nuestros propios universos construídos son carne de cañón de supernova. Un elemento pajizo que revolotea una hoguera.

No quiero transmitir una visión negativa de estas explosiones. Siempre he considerado que un estallido a tiempo puede salvar gran parte de una vida, sino entera. Obviamente no me refiero a explosiones físicas y reales, sino al desarme de toda una ficción cognitiva tras la que no escudamos, en muchas ocasiones, bien para observar, bien para tender una mano o bien para pedir una disculpa que apacigüe al universo entero. Por eso, el anuncio de "Supernova busca un espacio en el que explosionar" es una declaración de intenciones que demanda acción, y no una espera a que surja un lugar y un momento en el que, como sucede con las supernovas reales y todas su simple grandilocuencia, sencillamente sentarse a estallar. Me gusta pensar que la explosión sin construcción previa es un vacío destructor.