martes, 24 de octubre de 2017

Ficus


Fuera, la ciudad es feroz. Me paro a escucharla desde la ventana. La observo, en plano fijo, claro. Y me parece feroz. No hablo de miedo. El miedo es malo. Se apodera de muchas de nuestras interpretaciones y nos arroja como platos a la pared. Es feroz. Veo un gran abismo desde el alféizar en el que todo el mundo se concentra ante la visión del sufrimiento. Y aparecen voces que gritan, la mayoría del tiempo a través de Twitter, y la ciudad se sacude. Para un lado, para el otro. ¿Acaso importa? Y si importa, ¿qué es exactamente lo que importa? Considero que es necesario aprender a clasificar las magnitudes. El sufrimiento nos pertenece y su vivencia por parte del que sufre es, quizás, una de las cosas más personales en el mundo. Por eso, al mirar arriba, hacia lo incomprensible del universo, caigo en la cuenta de que no puedo asomarme a ese abismo porque mi ventana ya está en él.

Creo firmemente que el silencio también habla y toma parte en el contexto, en el conflicto, en el sufrimiento que le pertenece a uno e incluso en el de los demás. Esto no es un silencio. Tan sólo sentía ganas de escribir. Durante algún tiempo me he sentido algo cansado, desubicado en mi ventana, amenazado por intentos de desahucio identitario. Y aunque todavía arrastro parte de ese cansancio, he encontrado algunas fuerzas, alguna emoción para escribir y hablar. No de mi ventana, sino del ficus verde que hay en el comedor de casa. Me pregunto si no es una contrariedad hablar de un ser vivo como “planta de interior”. ¿En qué momento de la historia de la humanidad aparecen las “plantas de interior”? Me desgarra pensar que haya plantas, que haya seres vivos que puedan quedarse toda su vida en casa sin sufrir al sol o al granizo. Sin reconocer el sufrimiento que les pertenece.

Odio la apología del sufrimiento gratuito o irracional (la apología, no el sufrimiento). Lo hago con la misma fuerza con la que deseo que el ficus pudiese responder a mí pregunta acerca de lo que está haciendo plantado, en el medio de mi comedor. Quizás sea eso lo que cree mirar desde mi ventana hacia el abismo abatido y convulso, donde todo el mundo cree reconocer su propio sufrimiento; un ficus, ajeno, verde, que se arraiga entre las paredes y baldosas del comedor de un piso de 50m2.

Yo no soy un ficus. Por eso me pregunto si las personas que lo observan, asomado desde su alféizar, creen que no sabe reconocer el sufrimiento. Tanto el que le pertenece como el que pertenece a los demás. Y observo sus hojas. Me gusta esa tonalidad de verde, aunque recuerdo que no me gustó el tacto ni el aspecto de sus raíces al transplantarlo. Quizás sea ese su sufrimiento. El no haber reconocido el sufrimiento que le pertenece, ni tampoco el que pertenece a los demás.

Porque aquí ya no importa exactamente el motivo. No hablo de no conocer la fuente de los males. ¡Ojalá pudiésemos cortar esas raíces que tanto nos atormentan y aparcar la guerra de los 140 caracteres! La misma que la de las fotos extraídas del contexto, y que la de las conspiraciones liberal-judeo-conservadoras-palestinas-masónicas-nacionalistas-nixonianas-… Creo que la realidad es determinante y sus acontecimientos, concretos y evidentes. Ella misma reclama prudencia a nuestros ojos observadores y jueces y nos recuerda cómo y qué sufrimiento nos pertenece, lo increíblemente cercano que llega a estar de los sufrimientos “ajenos” y la necesidad, ante toda esta ecuación, de mostrar comprensión y amor, con sentido común y espíritu, y no ser un ficus verde bonito y observador. Otra “planta de interior”.